martes, 15 de octubre de 2019

¿Me regala un cigarro, por favor?

Las luces de la calle iluminaban de forma tenue el camino. Ya regresaba, su andar rápido y firme evidenciaba la apremiante necesidad de llegar a casa. Mientras caminaba, sacó del bolsillo de su chamarra una cajetilla de cigarros que siempre acostumbraba, sin filtro. A pesar de la premura, detiene su paso para encender su cigarro... la primera aspiración, la segunda, la tercera, listo para la primera bocanada.

—¿Son sin filtro? —Escucha decir.
—Sí —contesta con naturalidad como si esa voz fuera tan conocida pero nunca escuchada.

Voltea y observa a un hombre de estatura media, vestido con un traje raído, antiguo pero limpio y zapatos lustrosos.

—¿Me regala uno, por favor? —solicita el hombre.
—Por supuesto —le responde, mientras toma el cigarro y le ofrece el fuego, se pregunta porque accedió. Lo observa aspirar una, dos, tres veces y después la bocanada.

—¡Delicioso! Gracias.
—De nada —le responde.
—¿Me permitiría ofrecerle un mezcal y una buena charla? Mi casa se encuentra aquí... cerca —pregunta el hombre.

Él duda. Es noche. Quiere llegar a casa pero la curiosidad ante la personalidad de aquel hombre es más fuerte. Al fin se decide.

—Está bien. Usted despierta mucho mi curiosidad...
—Lo sé. Por eso lo invito. Seguramente se quedará en casa —le responde el hombre.
—¿Usted cree?
—Tan seguro como la eternidad de la vida.

miércoles, 9 de octubre de 2019

El clavel rojo

Y entonces, sintió esa vorágine circunstancial en una aspiración tan profunda como grandes eran los pensamientos y sentimientos que contenían, hasta que su pecho ya no pudo más y exhaló, liberando la más pura expresión de su ser, una mezcla de pena, ansiedad y deseo. Ese fue su último suspiro, un instante después, murió y nadie supo con certeza de qué.

—Hora de deceso: 7:03 horas —dijo el médico de guardia. La enfermera lo escribió en el registro.

—Puede quedarse unos minutos más hasta que llegue el personal que preparará el cuerpo para la entrega —le dijo el médico a la mujer sentada al lado del ahora finado.

Hubo unos segundos de silencio, el médico y la enfermera se observaron sin precisar que hacer ante la inmovilidad de la mujer, su cabello caía sobre su rostro y estaba inclinada hacia adelante como esperando algo. Por fin, la mujer limpia sus lágrimas con una de sus manos y la otra recoge su largo cabello negro hacia atrás mientras se incorpora del asiento. Sus ojos cafés oscuros evidencian un llanto profuso lleno de desconsuelo.

—Gracias. Agradezco la atención —dijo.

Ambos, el médico y la enfermera salieron de la habitación. Sola, toma su mano, lo observa largamente y suspira, tal como se escuchó en el último aliento del hombre, tan parecido que podría asegurarse que fueron idénticos.

El equipo de enfermeros entró a la habitación. Ella voltea y los observa. Besa al hombre en la frente y mientras sale, devuelve una última mirada cerrando la puerta tras de sí.

Todo estaba dispuesto, los asientos, los bocadillos, las bebidas y también la música. Aquella mujer del hospital se encontraba al lado del féretro, ahí observaba absorta aquel hombre que en la mañana aún vivía, su mano colocada a un costado mostraba la intención de querer tocarlo de nuevo. Su presencia no podía pasar desapercibida, su vestido de punto canalé negro entallado, zapatillas de aguja con tacón número quince y su sombrero de ala ancha decorado con un moño de claveles rojos y blancos, delineaba su figura hasta realzarla más allá del límite de la belleza femenina. Así estuvo un tiempo, cuando uno de los ayudantes de la funeraria la interrumpe.

—Señora. Los asistentes al funeral ya se encuentran aquí. Ya pasaron quince minutos después de la hora programada.

—Gracias. Podría reproducir la música por favor —le responde.

—Sí señora —le contesta y se pierde a través de una puerta falsa al fondo del salón. Instantes después se escucha Sensemayá de Silvestre Revueltas.

La mujer recorre el salón hacia la entrada principal mientras se abren las puertas permitiendo pasar a los asistentes al velatorio.

—Mi más sentido pésame Señora Katalina. Me uno a su dolor. Tan felices se veían —le dice una mujer de mediana edad y la abraza fuertemente.

—Gracias. Así es la muerte Manuelita —y la abraza con la misma intensidad que recibió el abrazo— pásele por favor, alguien la llevará a uno de los lugares que ocuparán la familia.

Observa a uno de los ayudantes, este reacciona llevando a Manuelita a su lugar y ella continúa recibiendo al resto de los asistentes. Atenta siempre a estos, a la distancia reconoce a la familia. Pide a una persona de la funeraria siga atendiendo a los que están llegando y camina hacia ellos. Se escucha La noche de los Mayas, también de Silvestre Revueltas.

Los asistentes al funeral, uno a uno fueron ocupando el gran salón y pasaban a su tiempo a ver al difunto. Muchos de ellos regresaban impresionados después de verlo. Katalina personalmente llevó a la familia al féretro y con paciencia estuvo al pendiente de ellos mientras se despedían del hijo, del hermano, del tío.

—¿Cómo es que viene vestida así? —le pregunta una mujer a otra.

—Es para llamar la atención. Prefiere destacar ella que el difunto —responde la otra mujer.

—¿Han visto como viene vestido el difunto? Si el muerto se levantará y estuviera de pie a un lado de la Señora Katalina, tengan por seguro que verán a una pareja bien vestida y coordinada. Este no es un funeral, no lo es, es una despedida entre amantes, su última noche antes de separarse —las interrumpe otra mujer que las escuchó.

Efectivamente, el difunto vestía un traje sastre negro de corte inglés con una camisa blanca, corbata de seda, zapatos bostonianos y un clavel rojo en la solapa. Si estuviera vivo, junto a ella ineludiblemente se pensaría que eran pareja asistiendo a una reunión, un encuentro, un momento y coincidía ahí, en ese espacio y tiempo, en el funeral. Lo sorprendente, sin duda, aquel hombre en el ataúd a pesar de estar muerto, parecía vivo.

Seguían llegando más personas, entre ellas Luis, amigo de la adolescencia del difunto. Camina hacia el féretro y observa al que fue su amigo. Sonríe, recuerda y vuelve a sonreír. Sólo unos minutos pasan y después se dirige hacia Katalina.

—¿Cómo estás? —le pregunta.

—Bien. Gracias —responde ella.

—Se ve bien, parece como si no estuviera muerto sino trascendido. Es sorprendente —menciona Luis refiriéndose a su amigo.

Katalina sonríe.

—Dicen que está vivo. Un muerto que parece vivo. Eso impresiona —le contesta a Luis.

Luis la observa con detenimiento. Esa mujer es más enigmática de lo que pudo imaginar desde que se la presentó su amigo, tiempo atrás. Desde que la conoció, un magnetismo inusual, una energía singular se apoderó de él. Después pudo precisar el porqué pero aún así, siempre ella lo sorprendía.

Se escucha La Coronela de Silvestre Revueltas. Katalina sonríe y voltea a ver el féretro.

—Algo recuerdas —afirma Luis.

—Una conversación con él, en un café, hace siete años. Ese día me invitó a salir, nos conocíamos todavía pero en esa charla por primera vez consideré como posibilidad, un futuro con él, uno muy incierto debido a mi trabajo.

Ambos, Katalina y Luis, quedaron en silencio, observando el féretro. Los recuerdos invaden el pensamiento de Katalina hacia ese momento, en el café, años atrás.

—¡Nina! ¡Escucha!

—¿Qué escucho? —responde Katalina.

—¡La música! ¡Es Silvestre! ¡Es La Coronela!

Ambos escuchan durante unos minutos.

—Es hermosa —precisa Katalina.

—Sí, muy hermosa. Es música para ballet. Silvestre nunca la terminó, murió antes —hubo un silencio entre ellos mientras la música continuaba— ¿Puedo confesarte algo? —pregunta a Katalina.

Ella se debate entre decir no o sí pero la curiosidad por saber más de aquel hombre que la invitó, también de forma inusual, esa tarde de otoño, durante sus días de descanso, fue más poderosa.

—Sí. Me gustará saber qué tienes que confesarme —por fin dice Katalina.

—La primera vez que te vi, sentí una atracción tan natural que de pronto, sin pensarlo, estaba frente a ti invitándote un café. No desconoces que me gustas, me atraes en todo sentido, también haz de saber cómo aceleras mi libido y la fuerza de voluntad para contenerme ante tu belleza pero, y no sé si eso lo ignoras, también siento con vehemencia que tú serás en mi vida algo parecido a La Coronela con Silvestre, no me dará tiempo de amarte en plenitud porque moriré antes...

Katalina sale de sus recuerdos cuando escucha a uno de los ayudantes de la funeraria.

—Señora, las coronas están llegando ya —ella lo observa lamentando la interrupción pero después sonríe levemente.

—¿Están disponiéndose cómo acordamos? —le responde.

—Sí, señora. —Katalina asiente con la cabeza.

A pesar que la sustitución del servicio religioso por música, lecturas en voz alta y perfomances permitió que la noche fuera más tolerable, ella ya deseaba que se acabara. Estaba acostumbrada a un ritmo de trabajo extenuante y pesado, su profesión lo demandaba pero esa noche le parecía eterna, insoportablemente eterna. Se sentó y cerró por un momento los ojos para descansar un poco cuando escucha Contraley de Real de Catorce. Se deja llevar por la melodía, los recuerdos de la primera canción dedicada, de aquel clavel rojo y sonríe. Al terminar, abre sus ojos, sin dejar de sonreír, se levanta de su asiento y continúa atendiendo la organización del funeral.

—La mañana está próxima, un poco más —se dice y observa el féretro. Sigue sonriendo.

El camino al cementerio sólo llevó un trayecto de quince minutos. Katalina se transportó en el auto dispuesto para la familia, Manuelita que era la ama de llaves del edificio donde vivían viajaba con ellos. El entierro, también sin servicio religioso, sólo se acompañó de un discurso muy emotivo por parte de Luis que arrancó los más profundos sentimientos de los que se encontraban ahí. Katalina lo observó fraternalmente y le agradeció la fuerza de sus palabras. Ella sabe que lo extraña.

Un ramo de claveles coronaban el féretro mientras descendía por la fosa. Todos observaban. Cada uno tenía sus propios pensamientos, todos en silencio, esperando que el ataúd tocara fondo. Al llegar, el paleo de los enterradores no se hizo esperar y los asistentes al entierro comienzan a retirarse; unos esperan su turno para despedirse, otros se retiran sin hacerlo.

—Ya todos se fueron —Luis le dice a Katalina mientras mira a su alrededor.

—Sí. Ha sido una jornada difícil —le responde.

—¿Deseas que te espere?

—No. Muchas gracias. No tarda en venir por mí y así también espero que coloquen la lápida.

Luis lee en silencio el epitafio. Observa a Katalina y le dice.

—Cuídense mucho por favor.

—No te preocupes. Todo estará bien —le responde Katalina sonriéndole. Se abrazan y se despiden.

Katalina observa los últimos trabajos de los enterradores con la lápida, agradece la atención y los ve retirarse. Sola, observa la tumba, la lápida, el epitafio...

—Hola —escucha su voz. Katalina levanta la mirada, sonríe y voltea. Lo ve ahí cerca de ella, de pie. Sus miradas acarician sus rostros.

—Hola —le contesta ella mientras sus ojos destellan ante la presencia de él. Hay una breve pausa— ¿sabes? Sufrí mucho verte morir.

—El sufrimiento fue el mismo al observarte como me veías morir —le dijo él y entrelazó amorosamente su mano con la suya sin dejar de mirarla.

—Modificaste el epitafio —le dice él mientras desvía su mirada a la lápida.

—Sí. Un poco de humor negro. Tú sabes —le contesta Katalina mientras sonríe.

—Me gusta, realmente me gusta —también él sonríe.

Él vuelve a mirarla, toma el clavel de su solapa y se lo coloca en el cabello amorosamente.

—Como la primera vez... —le dice.

—Sí, como la primera vez —le responde Katalina. Sonríe, se sonroja, lo abraza, lo besa en la mejilla y le musita al oído.

—Fui, soy y seré tu Muerte —ahora, él se sonroja.

Katalina se separa abruptamente y le dice

—Me gusta el nombre de Silvestre.

—Tampoco me desagrada pero eso significa que serás La Coronela.

—Por supuesto —Katalina le sonríe maliciosamente. 

—Prefiero usar tu nombre, el verdadero. Me gusta muchísimo más, junto con todos sus diminutivos —Sonríen y aprietan sus manos entrelazadas.

Se alejan ambos por los caminos del cementerio, conversando mientras sus figuras se difuminan en el ambiente.

Esa noche, sábado, dos de noviembre, la tenue luz de una veladora ilumina una lápida recién colocada donde apenas se lee:

                         Era un ser humano y mucho más
                                cuando La Muerte le aceptó un clavel rojo.

Licencia Creative Commons
Ollin Tlatoa por José Daniel Guerrero Gálvez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://ollintlatoa.blogspot.com.
Permisos más allá del alcance de esta licencia pueden estar disponibles en https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0/deed.es.