El café descompuesto
Me sirvieron el café como parte de nuestra sobremesa. Percibo su aroma, le doy un pequeño sorbo, bajo la taza y lo endulzo.
Ella, mientras platicamos, observa mis movimientos cuidando que mi falta de habilidad visual no me provoqué un accidente. Le doy vueltas al café lentamente con la cuchara, tomando mi tiempo.
—Este café está bueno; veracruzano
—Ya me llegó el aroma —responde.
—Es por la zona. En Santa María La Ribera, hay un restaurante oaxaqueño que sirve el café de allá y en la carta especifican su origen. Mucha gente se acostumbra al sabor de Veracruz pero no se permiten el de otros cafés, inclusive los internacionales; lo peor, se dicen cafeteros.
—Lo acabas de descomponer al endulzarlo, por cierto.
Lentamente puse la cuchara en el plato de café.
—Pecado mortal pero hoy, así lo prefiero —lleve la taza a mi boca, hice una pausa y bebí el café.
—¿Qué te preocupa?
La observe lo más que pude alcanzarla, sonreí.
—Me conoces bien —le dije—siento una mezcla de alerta, incertidumbre, confianza y miedo.
—Estás vulnerable.
—Lo estoy y la gente se aprovecha de eso, consciente o inconscientemente. La batalla no solo es interna, ya me siento agotado pero estoy resolviendo.
El silencio participó de la conversación; en ese momento, recordé las palabras de un gran amigo y las repetí en voz alta.
—La vida es un digno campo de batalla —bebi de nuevo de mi café descompuesto.
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